Aquella tarde C. sentía un
terrible ardor de estómago. Era como si sus jugos gástricos intentaran
digerirle desde dentro. Dejó a
un lado el bolígrafo rojo con que corregía los exámenes y fue al cuarto de baño
a por un antiácido.
Mientras
el comprimido se le deshacía en la boca, notó algo curioso. Al mover la lengua
para limpiar los restos del medicamento, no tropezó con ninguna pieza dental.
Algo alarmado abrió la boca y empezó a hurgar con el dedo; ahí estaban
intactos, sus veinte muelas, sus cuatro caninos y sus ocho incisivos.
Volvió
a la tibieza del salón en aquella tarde de mediados de septiembre, recuperó el
taco de exámenes y siguió corrigiendo durante otra hora.
Empezó
a notar un dolor que le recorría las encías. Movió la lengua por toda la
cavidad y se alarmó al notar de nuevo que su apéndice no tropezaba con ningún
diente. Otra vez probó a abrir la boca y explorar con el dedo índice de su mano
derecha. Sólo encontró la suavidad húmeda de las encías desnudas.
Un
sudor frío le recorrió la espalda y empezó a temblar. Aquello era absurdo, se
armó de valor, logró ponerse en pie con un gemido y se dirigió al espejo del
cuarto de baño, decidido a salir de dudas, sus ojos no le engañarían.
Al
encender la luz observó a un hombre decrépito, con el rostro surcado de arrugas
y de un color apergaminado que imitaba las muecas que él hacía ante la
superficie azogada con una expresión de asombro y terror.