Durante décadas
había observado aquella habitación donde nada había cambiado; ya no sentía los
latidos de su corazón. Al principio protestaba a cada hora por el polvo que le
empezaba a cubrir y se le metía por cada resquicio del cuerpo. Pero terminó por
acostumbrarse; igual que las botellas que dormían sobre la mesa camarera. Igual
que los muebles de aquella habitación.
Un día, a eso de las seis de la
tarde, sintió que el corazón volvía a latirle y se descubrió harto de que nada
cambiara, volvió a protestar a cada hora con toda la fuerza de su mecanismo
suizo.
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