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viernes, 4 de febrero de 2011

NOCHE DE MIEDO (1)


Imagen: fotograma de La noche de los muertos vivientes de George A. Romero.

UN CASO INSÓLITO

Sin querer tropecé con el cadáver; se quejó de mi falta de delicadeza. Aún encerrado en mi asombro, acerqué una silla al lugar donde se pudría con una perfección que me dejó pasmado. Tras pedir disculpas por mi torpeza (no estoy acostumbrado a tratar con cadáveres – le aclaré –) me senté lo suficientemente lejos para que las náuseas no estorbaran la conversación.
Me contó que, en vida, fue un gran sabio y que había averiguado la clave numérica que revela el nombre de Dios. Cuando le manifesté mi escaso interés por esos asuntos, abrió tanto los ojos que se cayeron de las cuencas: me pidió amablemente que los restituyera a su lugar.
- ¡Ah! – dijo – qué tiempos estos, ni siquiera muerto puede uno hallar la tan ansiada paz y, para colmo, cuando le tropieza un joven que parece inteligente, resulta que a éste no le interesa lo que un pobre difunto pueda enseñarle. Vete de aquí si no quieres que te maldiga.
Creo que estaba llorando, pero no pude saber si lo que sus recién recuperados ojos dejaban manar eran lágrimas o algún líquido propio de la putrefacción.
Estaba a punto de levantarme, pensaba que lo mejor era obedecerle, esgrimí una excusa dispuesto a eximir a él de mi presencia y a mi nariz del tufo que se desprendía de su carroña. Pero me agarró la pernera con tanta fuerza que estuve a punto de caer sobre él y, llorando con tal vehemencia que se le volvieron a caer los ojos, me rogó que no lo dejara solo.
- No sabe usted lo aburrido que es pudrirse.

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