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miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA CASA DEL SEÑOR ROMÁN



             La casa se la compró el señor Román al padre del farmacéutico; con el dinero pudieron pagarle los estudios.

            Era una casa antigua de labrador que había pertenecido a la familia desde la guerra con los franceses. No crea que no sufrieron al tener que venderla, pero las cosas de la vida; ya el abuelo había perdido muchas tierras con los naipes y, cuando el chico terminó el Bachillerato y les dijo que quería hacer carrera, no les quedó otro remedio que venderla. Era lo único que les quedaba ya por entonces. Se fueron a vivir a en ca’ de unos parientes en la capital que les acogieron con cierto miedo, pues se decía que eran un poco raros. Les gustaban los libros viejos y tenían montones apilados en la biblioteca, hasta el techo. Yo no sé qué clase de libros, pero, según el alcalde de aquellos días, que era hombre leído, había muchos que trataban de magia y cosas así.

            Lo vendieron todo con la casa porque donde los parientes no había sitio, aunque era un piso hermoso, no crea.



            El señor Román, que había sido notario y vivía de unas rentas, les compró la casa. Decía que necesitaba la tranquilidad y el aire limpio del pueblo; ya ve usted también qué capricho, venirse a vivir aquí, que no hay nada, un hombre como él, acostumbrado al jaleo de la ciudad, los teatros, los cafés…

Conque, el señor Román se vino al pueblo para la Virgen de Agosto. Se le veía contento, salía de paseo por la mañana y, por la tarde, bajaba al café a echar la parlada con los paisanos y a recoger paquetes de libros, porque, aunque era hombre muy leído, hablaba con todo el mundo y a todos preguntaba por las leyendas locales y, sobre todo, por los trijones que se contaban sobre la casa que había comprado. Pero, la verdad, sabía más él que todos los del pueblo sobre la historia de aquella casona.



Aquel invierno se le empezó a ver menos por el café. Claro, aquí, cuando viene el hielo no hay quien pare y, en aquellos tiempos, no había calefacción ni nada. Yo me recuerdo que aquí, en este mismo café, cuando era yo chiquito, había una estufa de carbón, que lo traía un hombre de Asturias, y que no calentaba más que a los parroquianos que llegaban a primera hora y se sentaban al lado. Así que nadie vio nada raro en que el señor Román no pareciera por aquí más que para recoger sus paquetes de libros, que le venían de todo el mundo, no crea.

           

Cada jueves, que es cuando llegaba el tren burra con el correo, entraba, preguntaba a Emiliano, el amo de esto por entonces y que también hacía de cartero, si había llegado su paquete y, cuando se lo daba, pagaba el reembolso y salía con el hato pegado al pecho, como si lo quisiera proteger del frío. Los del pueblo al principio no hicieron caso, a lo más, alguno comentaba que había que ver qué raro estaba el señor Román, que ya ni saludaba al entrar.

           

Fue al año siguiente cuando la gente empezó a escamarse por el comportamiento del señor Román. No era una rareza demasiado rara, no sé si me entiende, sólo que, cuando llegó el verano, esperaban que el señor Román recuperase su interés por las cosas del pueblo, pero no pasó. Llegó el buen tiempo y el señor Román seguía su rutina, cada jueves se presentaba en el café, preguntaba por su paquete, pagaba el reembolso y se volvía a la casa.

            Un día de junio, llegó un paquete distinto, tenía forma como de frasco. Emiliano le preguntó qué le habían enviado esta vez. Era primera hora y no había parroquianos aún. El señor Román, con un brillo como de fiebre en los ojos y la frente cubierta de sudor, abrió el paquete. Lo que allí había, decía Emiliano que le dio tal repugnancia que estuvo a punto de darle un manotazo y tirarlo al suelo. Era, efectivamente, un frasco grande, como estos que uso para macerar los aguardientes y, decía Emiliano, que dentro había un líquido como amarillo y en el líquido flotaba un sapo del tamaño de una criatura recién nacida. Tenía los ojos cerrados, Emiliano pensó que era una de esas cosas que los científicos guardan en los museos. Se quedaron los dos mirando aquella cosa durante un buen rato, Emiliano veía la cara del señor Román a través del líquido amarillo, decía que parecía un loco de esos que salen en las películas que traen los feriantes en fiestas.

            Emiliano no podía seguir mirando aquella cosa repugnante. De pronto, mientras pensaba en si el señor Román estaría metido en cosas de brujería, aquello abrió los ojos y a Emiliano le pareció que le sonreía con maldad, como si se estuviera riendo de sus pensamientos.



A partir de ese día, al señor Román no se le volvió a ver por el pueblo… hasta el día que le encontraron ahorcado de la viga de la sala grande, en esa donde usted quiere hacer la escuela. Ya le digo yo que nadie va a querer mandar a sus hijos a esa casa.



El caso es que, cuando avisaron a la autoridad, encontraron muchas cosas raras en la casa. Lo primero el olor; el médico dijo que olía como en la morgue del depósito, donde llevan a los muertos. El señor cura que olía como los santos cuando se abre su tumba y se les encuentra incorruptos, pero con un no sé qué de malvado. El señor juez, que vino de la capital a levantar el cuerpo, que olía como las casas que llevan mucho tiempo cerradas. Yo… bueno, yo era muy pequeño y no recuerdo muy bien, además, no me dejaron entrar, normal, no era bueno que una criatura viera semejante espectáculo ¿no le parece? Pero, cuando empecé a llevar el café, un día, al preparar unas pipas para el vino, el olor del polvo de azufre que se usa para eso, me recordó aquel otro que me llegó desde la puerta.

El juez encontró muchos libros, muchos más de los que ya tenía apilados la familia del farmacéutico y bastante más viejos y raros. Entre ellos, encontró un cuaderno con las tapas negras, un “diario” lo llamó. Nadie sabe qué ponía en ese librito de cuartillas amarillentas, el juez se lo llevó para su casa, para “investigar posibles causas del suceso”, decía. El caso es que, a los pocos meses de llevárselo de casa del señor Román, los hijos tuvieron que internarlo en un psiquiátrico. Dicen que se pasaba las horas muertas hablando con alguien o con algo que sólo él podía ver, y que hablaba como en latín, pero no en el latín de la misa, ¿comprende? Nunca volvió a hablar en cristiano y la familia le cogió miedo, porque miraba como a través de uno, a ese alguien o algo con lo que hablaba.





Desde entonces, ni los ladrones han entrado en la casa, dicen algunos que el mismo diablo ronda entre esas paredes. Por eso a usted le miran así en el pueblo y nadie irá a esa escuela que quiere usted montar, no en esa casa maldita, no, señor.


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